sábado, 17 de noviembre de 2012

El transportista.



Unos minutos antes de morir, se incorporó en la cama con imprevista vitalidad y nos sonrió. Nos comunicó que vendrían a recogerla. Que la envolverían en un manto en la que su vida estaría bordada y la transportarían a un cuento bueno, nos dijo sonriendo.
Con ella las sorpresas era lo habitual, pero aquello era demasiado, deliraba.
Le habíamos dicho que no podíamos trasladarla a África, pero que sus cenizas sí, en un futuro viaje.
-No hace falta, el transportista se encargará- nos contestó.
Si, deliraba.

Llevaba dos años trabajando en nuestra casa y la echaríamos muchísimo en falta.
Se presentó una mañana de mucho frío, enviada por la agencia. Desde el primer momento aquella sonrisa y su manera de comunicarse, a pesar de su todavía escaso vocabulario, nos cautivaron. Era persona de convicciones y carácter sólidos. Lo demostró a los pocos días, para nuestra sorpresa.
Estábamos los tres en la sala. Mi mujer, embutida en el ordenador, ignorando la pelotera que manteníamos nuestra hija y yo por el mando del televisor. El ambiente era el habitual en aquella hora. Yo, película, ella, serie; discutíamos por el derecho de pernada sobre el aparatito, provocador de aburrimiento y pendencia.
Ella nos miraba seria; no le gustaba nada ver el televisor, pero le apetecía estar en nuestra compañía aquel tiempo, antes de irse a la cama.
Se sentaba en una silla, en el lateral del sofá, y repartía miradas entre nosotros, los objetos de la casa, sus manos y la ventana.
Llevaba un par de semanas en casa y siempre después de cenar ocurría lo mismo. Estaba harta y lo demostró actuando de la siguiente manera:
Se fue de la sala para aparecer con una escoba en la mano, una palangana verde en la cabeza y una sonrisa inmensa. Se plantó en mitad de la estancia y pidió atención y silencio después de sobresaltarnos al dar varios golpes sobre la tarima con el mango, a modo de bastón de mando.
Captada nuestra total atención y después de apagar a petición suya los aparatos, nos dijo que iba a contarnos un cuento africano.
Así era como se hacía en su pueblo dijo, cuando alguien tenía algo que contar. A pesar de emplear palabras que no comprendíamos se hizo entender y nos embobó con un cuento que nos transportó a sus sabanas africanas. Nos habló del esfuerzo de trasladarse a diario en busca de agua y de lo que podía suceder al auxiliar a una anciana que no podía cumplir ya con ésa tarea. Nos convenció que aquel león que les aguardaba agazapado, desistió de darles caza por intervención de la mujer socorrida por ella y sus tres hermanas. Nos envolvió en la fábula.


                                       Dibujo de Mikel Barrero



A partir de aquel día, primero ella y después todos nosotros, incluyendo visitas ocasionales, nos alternábamos para contarnos, escoba en mano y palangana en la cabeza, en aquel dichoso tiempo los sucesos del día o cualquier tipo de leyenda, historia o cuento que aprendimos a recopilar.
Era tan divertido, que se convirtió en habitual.
Cualquier cosa valía, y después nos marchábamos a la cama satisfechos y con la imaginación predispuesta para ser invadida de sueños que rara vez dejaban paso a las pesadillas.
Nos fuimos conociendo más y con menos palabras nos entendíamos mejor.
En una ocasión, por petición expresa de nuestra hija, acudió a su clase como cuentacuentos. No quiso hacerlo más por no desatender, dijo, las tareas domésticas, pero, debido al éxito de lo que constituyó un pequeño acontecimiento, una vez al mes, con una escoba y palangana verde en la cabeza, nuestra hija contaba el relato que más le había gustado en aquel espacio de tiempo. Supuso un premio a su insistencia por llevarla a la escuela.
Aquella mujer nos atrapó en sus pensamientos una y otra vez.
Una perla que nos hizo pensar a todos nosotros, fue cuando afirmó que los europeos eran dueños de su historia, con sus engaños y verdades. Decía que los africanos pertenecían a sus cuentos, eran parte de ellos. Nos pareció sutil la diferencia entre ser dueños de los acontecimientos o formar parte de ellos.
Afirmaba que, al vivir, cada sujeto iba escribiendo el suyo y que si al final de su vida la manera de transcurrir había sido provechosa, se convertía en un cuento bueno. Al contrario, si su vida había sido mala, el cuento que resultase de ella inquietaría a las personas, ocasionando pesadillas, y pronto sería olvidado.
La muerte decía, no era grave. Lo substancial era la vida y lo que se recordase de ella.
Nos dijo que si nuestra vida había resultado provechosa, la memoria de los cuentos enviaba al transportista para incluirnos en la tradición oral africana.
Ahora que se nos iba, la tranquilidad con la que afrontaba el trance y la convicción de que sería incluida entre los buenos recuerdos, nos llenaba de paz, sorprendiéndonos una vez más.
Al poco, por entre sus blancos dientes, por entre aquella sonrisa, con su último suspiro, se fue.
Nos abrazamos y nos quedamos los tres en una profunda calma.
En breve sería tiempo de incinerarla y guardarla en una urna. Haríamos un viaje a su pueblo africano y depositaríamos sus cenizas en algún lugar escogido.
Comenzamos a hablar de ello, pero nuestra hija nos recordó que ella había dicho que pasaría a recogerla “el transportista”.
Era un momento muy delicado: explicar a la niña que no todo lo que se decía era cierto, que los cuentos, aun siendo algo muy provechoso imaginarlos reales, como aquella mujer lo demostró una y otra vez, no eran verdaderos. Lo que si resultó cierto fue que gracias a ellos, gracias a ella, ahora éramos una familia más unida, nos conocíamos mucho mejor y nuestro futuro se presentaba mucho más prometedor. Aquella mujer negra había transformado nuestras vidas, dándonos mucha luz.
Nuestra hija no quería entenderlo, tenía que venir El transportista para que se cumpliesen las predicciones.
Convinimos, en un apartado cuchicheo mi mujer y yo, hablar con la enfermera y contarle el problema. Podía venir un enfermero y trasladar el cuerpo envuelto en la sábana a otro sitio. Guardaríamos las cenizas hasta que nuestra hija fuese adulta y haríamos aquel viaje a África.
Lo hicimos y, en un minuto, entró el suplantador de El transportista. Era un enfermero alto, fuerte y además, se dio la feliz coincidencia de que también era negro.
La envolvió con ternura en la sábana, mientras le susurraba una canción. Al terminar, se despidió de nosotros con un abrazo de sus largos brazos en los que entramos los tres…y se fue, llevándosela de nuestro lado.
Quedamos en silencio; nos acercamos a la ventana y nevaba. Nos acordamos de la alegría que le produjo a nuestra amiga, ver por primera vez, aquellos trozos blancos que descendían uno a uno, en silencio, blanqueándolo todo...


Así estábamos, extasiados con la nieve y su recuerdo, cuando oímos abrirse la puerta...el enfermero que anteriormente habíamos solicitado, acudía a recoger a la fallecida.