Una vez más el verano se acaba. Este ha sido sumamente caluroso, en fila india un día tras
otro durante las largas horas centrales, se desparramaba un
deslumbrante fulgor blanco que quedaba embutido como en un inmenso bocadillo,
entre los azules del cielo y mar compuestos por una amplia gama de celestes,
turquesas, índigos, añiles y otros más, visibles pero sin nombre.
Después de la hornada del mediodía, con las horas maduras de
la tarde llegaban los amarillos, naranjas y rojos, que poco a poco eran
masticados y tragados por los fantásticos "azules-murientes" del
ocaso.
Ahora estoy sentando en este lugar contemplando el último
tramo del día, aguardando la llegada de la noche.
Hoy, aunque no esté permitido, me quedaré aquí a dormir; total
si no vuelvo nadie me va a echar en falta, ni siquiera yo mismo lo hago muchas
veces.
No me exijo casi nada, ahora solo quiero disfrutar en este
pequeño rincón de la isla en el que no molesto a nadie. No hago otra cosa que
cuando llego en la primera motora de la mañana, preparar mi chiringuito con
unas telas y un par de cuerdas para pasar el día, utilizar mis manos en algo
que me entretenga, leer, escuchar la mar y el viento, ver pasar las nubes, los
pájaros y el tiempo, acompañarme de unos pocos deseos y mis recuerdos, observar
como mi cuerpo envejece a paso lento, seguro, satisfecho de su suerte, y emplear
horas y horas en escribir historias que transitan como nubes por mi cabeza.
Estoy contento, no pensé que acabaría así, sin importarme un
pimiento la cara que ponen los pocos que se acercan por aquí. Por lo general, cuando me ven así desnudo y tranquilo, unos sonríen apurados antes de volverse
por el caminito por donde han venido, otros se espantan trompicándose en su
repentina marcha atrás, algunos pocos saludan y se acercan para contemplar las
vistas y unos menos intentan entablar conversación conmigo; pocos lo consiguen. Comprendo a quienes toman las de Villadiego algo despavoridos al dar conmigo de
repente, hay que tener en cuenta mi aspecto de troglodita inundado de pelos
blancos repartidos en abundancia por todo mi cuerpo moreno, con unas greñas,
barbas y bigotes de concurso; mi buena estatura, mi cuerpo fornido, un par de
manazas y mis piernas acombadas rodeando una maraña de pelo compacto y rizado.
Cuando hablo, mi voz parece pólvora disparada por una oscura
tronera, y luego está mi mirada que siempre ha impresionado aunque yo sea un
tipo bien poco beligerante…en fin, decía que por lo general no se acerca casi nadie…Fotografía Mikel Barrero
Hoy después de cenar leeré para un público de luces en el
“Coliseo” No suelo enseñar mis escritos, pero me gusta recitarlos en voz alta
por la noche bien entrada la madrugada, encima del pequeño embarcadero en la
falda de la isla. Lo hago desde un pequeño muro en un recodo las noches sin
viento ni lluvia, a la luz de una vela que sujeto en un palo. Me gusta pensar
que estoy leyendo en un grandísimo coliseo y que el público son las luces de la
bahía. Cuando termino me quedo escuchando los murmullos de las olas; son para
mi los mejores aplausos.
No es muy corriente que algún bote se acerque de madrugada,
cuando alguna vez sucede yo sigo con lo mío...
Me viene a la memoria la historia que me contó mi abuelo
Gabriel siendo yo pequeño, cuando vine con él por primera vez aquí; fue la
primera, de las muchas horas de escucha, en este mismo banco.
En ella se contaba, que en esta isla antaño recluyeron a los
enfermos de una epidemia de peste y que el faro lo ocupó una valiente mujer que
no dejó ni por una sola noche que su luz dejara de cumplir su cometido, además de cuidar de los apestados.
La mujer se encargó de los suministros propios y los de los
enfermos. Le llevaban los víveres hasta cerca de la isla para dejarlos en una
embarcación fondeada a poca distancia del embarcadero y ella se
acercaba en su pequeño bote, que era inconfundible por estar pintado de bonitos
colores, para transbordarlos y llevarlos
a tierra.
Me dijo que era alta y fuerte y tenía una fantástica
pelambrera, que cantaba con mucha gracia y potencia y que por las noches se le
podía oír en toda la isla. También que le deleitaba pintar y lo hacía con muy buen
gusto.
Los pocos enfermos que sobrevivieron a la plaga,
comunicaron que se comportó con ellos con solidaridad y esfuerzo. Se
mantuvo allí incluso después de terminada la epidemia sin que la enfermedad le
afectara.
Por un tiempo la isla no fue visitada por nadie y cuando ya
por fin se dio por terminada una larga cuarentena, se decidió hacer una reforma
del faro y sustituir a aquella mujer por otro farero. Pero cuando fueron a
comunicarle la decisión que se había tomado, no dieron con ella, ni con sus
pertenencias, ni tan siquiera con el pequeño bote. De ella únicamente quedaron
unas pocas pinturas suyas en varias oquedades de piedra, otras en las paredes
del interior del faro y unos pocos cuadros. Mi abuelo
Gabriel tenía uno de ellos, heredado de un anciano pariente suyo que afirmaba ser descendiente de uno de los enfermos de la peste sobrevivientes y que había
conseguido hacerse con uno de aquellos pocos que quedaron.
El cuadro me llamó la atención cuando lo vi en su casa. Era
fantástico y bellísimo. En él, un gigante pintaba el cielo y en el agua un
pequeño bote de colores navegaba en dirección al ocaso que tantas veces he
visto desde donde estoy ahora. Ni que decir tiene que lo heredé de él y es mi
más preciada pertenencia.
Aquella mujer se convirtió en mi mayor heroína y la ensoñé
infinidad de veces, echando en falta saber su nombre, algo que nadie conoció y
que no figuraba en la marca con que firmó sus pinturas. Ese misterio hizo aún
mayor para mí su leyenda, aunque yo le puse el infantil nombre de “La mujer de
colores”…
Queda poco ya para que llegue la noche, en el horizonte una
larga cordillera de nubes ocupa el bajo cielo, hay un hueco en el oeste hacia
el que acuden los últimos rescoldos del día como si fueran dardos ardientes.
Una vez llegan allí, en vez de clavarse en el celeste caen hacia la próxima
aurora como si todo fuera una treta; si, la noche llega agitando su manto negro figurando ser un capote, al que acuden las luces de vino y sangre para
desaparecer en un hermoso engaño incruento.
Fotografía Mikel Barrero
P.D.
Hoy he despertado recordando, como ayer después de recitar
mis poemas en el coliseo ante mi público
de luces y mientras crepitaban los aplausos de las pequeñas olas, una sombra me llamó
la atención entre los reflejos, más allá del abrigo del embarcadero.
Algo extraño pasó con la luz del faro que descendió durante
una vuelta, e iluminó las tres veces que corresponde a uno de sus giros completos,
una mujer con una larga cabellera blanca que remaba lentamente en un pequeño
bote de colores.
Mientras se alejaba, canturreaba la misma canción que tan a
menudo silbaba mi abuelo Gabriel.
Si, leer, dormir, soñar…